Silvina Pascucci sobre la huelga de inquilinos de principios de Siglo XX, Diario Crítica, 17/08/2009
Agosto. Un viejo conventillo en algún barrio del sur de la ciudad de Buenos Aires, donde viven hacinadas decenas de familias en la más absoluta precariedad. Un propietario que aumenta arbitrariamente el alquiler de piezas sucias y pequeñas. La reacción de los inquilinos que no se hace esperar y se atrincheran dentro del edificio para evitar ser desalojados. Violencia, represión y amenazas. Este relato podría leerse en algún diario porteño de la semana pasada. En efecto, el domingo 2 de agosto, 200 inquilinos tomaron un hotel en Constitución en reclamo por el aumento de los alquileres. Pero también podría leerse algo parecido en un periódico de hace más de 100 años, cuando tuvo lugar la famosa “huelga de inquilinos”, que duró más de 4 meses y alcanzó una extraordinaria fuerza y convocatoria. La historia parece repetirse, pero esta vez no como farsa sino como una cruda muestra de que, a pesar del paso del tiempo, todavía están pendientes las tareas más urgentes para la vida de las familias trabajadoras.
Cada conventillo, una trinchera. En agosto de 1907 la municipalidad de Buenos Aires decretó un incremento de impuestos para el año siguiente. Los propietarios de inquilinatos, pensiones y conventillos se adelantaron e impusieron una fuerte e inmediata suba de los alquileres. Los inquilinos del conventillo Los Cuatro Diques, ubicado en la calle Ituzaingó 279, propiedad de Pedro Holterhoff, se negaron a pagar y plantearon, entre otros reclamos, una rebaja del 30% y la realización de mejoras sanitarias en los edificios. En este conventillo se fue conformando una especie de “comité de huelga”, que fue extendiendo y coordinando la lucha con otras casas de la ciudad y, luego, del país. A su vez, en los otros inquilinatos también funcionaban comisiones que tomaban sus propias resoluciones en asambleas, que luego, por medio de un cuerpo de delegados, eran articuladas con todos los lugares en lucha. Los conventillos se situaban principalmente en los barrios de San Telmo, La Boca, Balvanera, Socorro, San Nicolás, Piedad, Barracas. Los alrededores de la Plaza de Mayo eran las zonas donde más contrastaba la situación en la que transcurría la vida de las distintas clases sociales. Allí se radicaron buena cantidad de conventillos pero también vivían las familias más distinguidas de la ciudad. Algunas de las casas en las que se extendió el conflicto fueron: La Cueva Negra (Bolívar entre Cochabamba y Garay); Las Catorce Provincias (Piedras entre Cochabamba y San Juan); Campos Salles (Industria entre Patricios y Azara) y otras cuyos nombres no se conoce, pero sí su ubicación, Humberto 1º entre Pasco y Pichincha.
Para octubre ya había más de 500 conventillos en huelga y ese mes se sumaron otros 250. La huelga se desarrolló y tuvo un alcance nacional, extendiéndose en Lomas de Zamora, Avellaneda, Mendoza, La Plata, Bahía Blanca, Rosario, Mar del Plata y Córdoba. Se calcula que alrededor de 140.000 inquilinos participaron de la medida. Luego de Buenos Aires, donde cerca de 2.000 casas de inquilinato estaban en conflicto (casi el 80% del total), la ciudad más convulsionada fue Rosario, llegando a ser más de 300 los conventillos en lucha, principalmente en los barrios de Talleres, Sunchales y La República. En noviembre todavía existían varias casas en conflicto y ya para mediados de diciembre el movimiento se fue agotando, tras conseguir algunas victorias parciales, que sin embargo no fueron del todo respetadas por los propietarios.
Las mujeres cumplieron un papel destacado en el sostenimiento de la huelga y, sobre todo, en la resistencia a los intentos de desalojo y represión. La policía reprimía dentro de los conventillos, en horarios en los que los hombres estaban en sus trabajos. Estos ataques fueron valientemente enfrentados por las mujeres, armadas con escobas, piedras y baldes de agua hirviendo. También fueron ellas las que encabezaron la organización de marchas por
los barrios de la ciudad.
El 22 de octubre, la represión policial conducida por el jefe de la policía, el coronel Ramón Falcón, dejó como saldo la muerte de un obrero de 18 años, llamado Miguel Pepe, militante anarquista. Este enfrentamiento se produjo en el conventillo Las Catorce Provincias, en el barrio de San Telmo. Su funeral se convirtió en una multitudinaria manifestación a la que asistieron unas 15.000 personas. La marcha se inició en Plaza Once, pasó por Congreso y luego por la Avenida de Mayo hasta Plaza San Martín. Allí se realizó un acto en donde habló, entre otros, la dirigente anarquista Juana Rouco Buela, en representación del Centro Anarquista Femenino.
Las escenas de represión quedaron plasmadas en las fuentes históricas: en el conventillo de la calle Ituzaingó, por ejemplo, “la comisaría entra en acción a machetazos y manotones. Se arrastra a las mujeres de los cabellos, como el caso de Josefa Batar, el comisario la hace pisar por el caballo, Ana Llondeau, encinta, arrastrada de los pelos, Catalina Álvarez y Josefa Rodríguez, heridas”. Entre las mujeres que participaron de los conflictos se encontraban, además de la ya nombrada Rouco Buela, Virginia Bolten, también anarquista, y directora del periódico La Voz de la Mujer, de 1922 a 1925; la China María y María Collazo, recordada esta última por la arenga pronunciada en el conventillo de la calle Estado Unidos 768 durante un festejo por la huelga.
El otro bando. Los propietarios se nuclearon, a principios de octubre, en la Sociedad Corporación de Propietarios y Arrendatarios de la Capital, que pedía a las autoridades la eliminación de los impuestos que gravaban a los conventillos, además de iniciar juicios de desalojo y presionar por el auxilio de las fuerzas de seguridad para intervenir en el conflicto. Los abusos de los propietarios estaban garantizados ya desde el inicio de la relación con sus inquilinos: solían exigir una garantía, un depósito de varios meses de alquiler por adelantado o bien el pago de dos meses de locación sin recibo a cambio. El recibo era entregado recién en el tercer mes, fechado como si fuera el primero. Por lo cual cualquier inquilino demandado por falta de pago aparecía ante la justicia como moroso. Los jueces de paz, ante el reclamo de los propietarios, intimaban a los inquilinos para que desalojen las viviendas en el término de 10 días en lugar de los 30 que estipulaba la ley. Entre los propietarios de conventillos se encontraban “ilustres ciudadanos” como el autor del arreglo del Himno Nacional, Juan Pedro Esnaola; el empresario marítimo Nicolás Mihanovich y el estanciero Anchorena. Los nombres de algunos inquilinatos reflejaban con cruda ironía las condiciones de vida en su interior: El Infierno, El Palomar, Babilonia, El Gallinero, La Cueva Negra, La Perra Grande. Nombres que se hacen presentes con los acontecimientos de los días pasados y demuestran que 102 años después esos mismos problemas continúan vigentes para las familias trabajadoras de hoy.
Camas calientes, la maroma y otros tratos abusivos
El Censo Municipal de 1904 registra que el 22% de los conventillos de la Ciudad de Buenos Aires (559) no poseía ningún tipo de baños. También indica que existían 11,5 personas por casa en la Capital Federal, casi todas ellas de un solo piso. La estadística nos informa que de los 950.891 habitantes de la ciudad, 138.188 vivían en las 43.873 habitaciones que componen las 2.462 casas de inquilinato porteñas; es decir que más del 10% de la población se albergaba en conventillos.
Según informes de la época, del total de gastos para una familia obrera de cinco personas, el alquiler representaba casi el 30% y este porcentaje era del 20% para un obrero soltero. Hacia 1907, el precio de una pieza triplicaba el de 1870. Muchas personas que no habían encontrado o no podían pagar una habitación, debían someterse a sistemas tortuosos para dormir, si se lo puede llamar así. Uno de ellos era el método de cama caliente: en el patio se improvisaban colchones que se alquilaban por hora. También la llamada maroma, que consistía en una cuerda que atravesaba la pieza, sobre la que se apoyaban las axilas y se dormía de pie o sentado en un largo banco. Además, los inquilinos debían soportar abusivos reglamentos que exigían, por ejemplo: “Guardar el orden necesario a la moral y decencia” o prohibían “lavar ropa, estar parado en la puerta de la calle o bailar, cantar, tocar órganos, acordeones, guitarras u otros instrumentos de música”.
La dura vida de los trabajadores en los “yotivencos”
El obrero y militante Adrián Patroni, en su estudio “Los trabajadores en la Argentina”, realizado en 1897 ofrece una detallada descripción de uno de los muchos conventillos de la Capital. Cualquier semejanza con la actualidad no es pura coincidencia: “Imaginaos un terreno de 10 a 15 m de frente, por 50 a 60 de fondo. Generalmente un zaguán cuyas paredes no pueden ser más mugrientas, al final del cual una pared de dos metros impide que el transeúnte se aperciba de las delicias del interior. Franquead el zaguán y veréis dos largas filas de habitaciones; en el centro de aquel patio cruzado por sogas en dos direcciones, una mugrienta escalera de madera pone en comunicación con la parte alta del edificio. El conjunto de las piezas más bien que asemejarse a habitaciones, cualquiera diría que son palomares. (…) Las habitaciones son generalmente de 3 x 4 metros y de 4 de altura. Estas celdas son ocupadas por familias obreras la mayoría con 3, 4, 5, y hasta 6 hijos, cuando no por 3 o 4 hombres solos. Adornan estas habitaciones dos o tres camas de fierro o simples catres, una mesa de pino, algunas sillas de paja, un baúl carcomido, un cajón que hace las veces de aparador, una máquina de coser, todo hacinado para dejar un pequeño espacio donde poder pasar. Las paredes, que piden a gritos una mano de blanqueador o, engalanadas con imágenes de madonas o estampas de reyes, generales o caudillos populares, tales son en cuatro pinceladas los tugurios que habitan las familias obreras en Bs. As., los que a la vez sirven de dormitorio, sala, comedor y taller de sus moradores”.