Eduardo Sartelli sobre Eric Hobsbawm, Contraeditorial, 7/12/2009
Ahora resulta que lo que era un enfrentamiento mortal entre dos sistemas sociales distintos es un “conflicto religioso”, es decir, inexplicable en términos humanos.
Eric Hobsbawm formó parte de una pléyade de grandes historiadores marxistas que alcanzó su mayor brillo durante los años ’50-’70: Edward Thompson, Christopher Hill, Rodney Hilton, George Rudé, en Inglaterra; Eugene Genovese, en Estados Unidos; Pierre Vilar, Albert Soboul, en Francia. La lista podría extenderse e incluir a otros menos “académicos”, como Pierre Brouè o Isaac Deutscher, o menos conocidos, como Ste. Croix, o clásicos del análisis cultural, como Raymond Williams. Podríamos también sumar a “politólogos” como Ralph Milliband o antropólogos, como Maurice Godelier. En todos los casos nos encontraremos con intelectuales notables cuya vinculación con el proceso revolucionario y con la clase obrera, directa o indirectamente, fue indiscutible.
Junto con los miembros del llamado Grupo de historiadores del Partido Comunista Británico (Thompson, Hill, Hilton), Hobsbawm protagonizó una verdadera revolución en la historiografía, marxista y no marxista, que marcó el futuro de la disciplina. Las bases de la renovación se encontraban en un rescate del concepto de clase social, en particular de la clase obrera, de la lucha de clases como motor de la historia y de la revolución como proceso histórico fundamental. Significó un verdadero reto a la historiografía burguesa que logró instalarse como un canon consagrado, un notable triunfo intelectual y político. Es una pena tener que hablar en tiempo pasado.
La trayectoria política de Hobsbawm en general siguió un camino distinto al del resto de sus compañeros: se mantuvo fiel al Partido Comunista en los años más duros del estalinismo, incluso cuando se producían sangrías importantes. Cuando ya era muy obvia la bancarrota del socialismo real, se acercó al laborismo y comenzó a desarmar un marxismo, el suyo, hasta entonces considerado el más “ortodoxo” de la renovación de posguerra. Este proceso de derechización creciente, que acompañó al nacimiento del posestructuralismo y el posmodernismo aunque no llegó tan lejos, testimoniado sobre todo en su libro sobre el “corto” siglo XX, lo ha llevado a negar todo aquello que supo defender con tanta inteligencia. Curiosamente, o no tanto, Hobsbawm entró, en ese mismo momento, en el cielo de la consideración burguesa como el marxista “bueno”, “razonable”, adecuado a los nuevos tiempos. Fue así que el peor de sus libros se transformó en best-seller y sus ideas se rebajaron a lo peor de la vulgata anticomunista. Su conferencia en el World Political Forum es un ejemplo de la pobreza intelectual en la que concluyó esta transformación política.
Un mundo incomprensible
Ahora resulta que lo que era un enfrentamiento mortal entre dos sistema sociales distintos es un “conflicto religioso”, es decir, inexplicable en términos humanos. Difícil encontrar una abdicación mayor por parte de un científico. Es más: ya no hay economías “capitalistas”, “socialistas”, o “feudales”, es decir, caracterizadas por las relaciones sociales que las organizan, sino “modernas” y, hemos de entender, “atrasadas”. W.W. Rostow, el ideólogo del imperialismo americano autor de un célebre manifiesto anticomunista, campeón de todo aquello que el joven Hobsbawm combatió, no lo hubiera dicho mejor. Peor aún: toda economía debe necesariamente “combinar” lo “público” y lo “privado”, lo que no puede menos que considerarse como una defensa de la eternidad de la propiedad privada, o lo que es lo mismo, del capitalismo. El autor que defendió a las relaciones sociales frente a las ideologías como clave de todo análisis científico, dice que lo que ahora “quebró” no es el capital mismo, sino el “fundamentalismo del mercado”.
Es sorprendente que el autor de El Capitán Swing, Rebeldes primitivos, Industria e Imperio y tantos otros excelentes libros, venga ahora a coincidir con una descripción de la realidad propia del funcionalismo más mediocre y tan reñido con la evidencia empírica más elemental. Por sólo tomar un ejemplo: si lo que “quebró” es el “fundamentalismo de mercado”, ¿por qué están en crisis no sólo EE.UU. sino también Suecia, Francia, Japón, Corea, y un conjunto enorme de países cuyas políticas económicas no pueden caracterizarse como tales? Si lo que “quebró” es el “fundamentalismo de mercado”, ¿cómo conciliar esa idea con el hecho real de que la crisis actual comenzó en los ’70, en pleno dominio del keynesianismo? A esta altura del partido, seguir sosteniendo que la política de Reagan, Bush o Clinton significó una “retirada” del Estado a favor del “mercado” es, por decirlo suavemente, una ingenuidad. Las cifras del déficit estatal y de los gastos militares están allí para testimoniar lo contrario. Es más: la crisis llegó a pesar de un intervencionismo furioso que no ha hecho otra cosa que potenciarla mientras la patea para adelante. Lo que hubiera tenido una explicación sencilla para el “viejo” Hobsbawm se vuelve un misterio incomprensible para el “nuevo”.
La falsificación de la historia
No hay nada peor, para un historiador, que lo acusen de falsear la historia. Uno puede estar equivocado, no saber, pero mentir, nunca. ¿Se puede decir eso de Hobsbawm? Juzgue el lector. Según el historiador británico, los “sistemas socialistas” estaban aislados y cuando fueron expuestos a la competencia, sucumbieron. Sin embargo, tales países jamás estuvieron en nada parecido a una situación de “aislamiento”. Precisamente por eso, por estar sometidos a la ley del valor imperante en el mercado mundial, las economías del “socialismo real” reprodujeron las peores consecuencias del capitalismo. Hacia fines de los ’70, países como Polonia estaban tan endeudados como la Argentina y sus economías tan integradas al mundo como cualquier otro.
Precisamente, porque se trataba de sistemas sociales distintos, tarde o temprano la contradicción debía resolverse: o el mundo cambiaba o cambiaba el “socialismo real”. Es el dilema en el que estaba metido el estalinismo, es decir, la doctrina del “socialismo en un solo país”, al que Hobsbawm adhirió durante buena parte de su vida. Como Trotsky lo señaló con gran precisión, tal contradicción sólo podía resolverse positivamente con la revolución mundial. Hobsbawm podría hoy haber dado un paso adelante y reconocer una verdad tan simple dicha hace ochenta años. Prefiere distorsionar el proceso histórico real y retroceder a una descripción de la historia propia de los intelectuales de la derecha norteamericana.
Para hacer la cosa más triste, allí vemos al que supo hablar de clases sociales, contar la historia como un simple acaecer nacional: los “chinos” (no la burocracia china devenida en burguesía china), los “rusos” (no la burguesía rusa escondida detrás de la burocracia rusa), los “vietnamitas” (y no la burocracia vietnamita) no “vieron” mejor salida que el capitalismo “globalizado”. Primero, como si pudiera existir un capitalismo no “globalizado”. Parece mentira tener que explicarle esto a uno de los más lúcidos participantes de la polémica sobre la transición del feudalismo al capitalismo. Segundo, como si no hubiera habido “preavisos”. Es obvio que quien en su momento se mantuvo fiel a la burocracia soviética que invadió Hungría y Checoslovaquia, tal vez sienta ahora necesidad de ignorar semejantes “preavisos”.
¿Miente Hobsbawm o simplemente cambió de ideas? Uno se sentiría inclinado a pensar lo primero, habida cuenta de que resulta increíble que quien dijo todo lo contrario antes diga estas cosas ahora. Pero muy probablemente se trate de algo distinto. Mejor para el historiador que educó bien a generaciones de historiadores, porque rescata su honestidad, pero peor para el intelectual que supo construir una imagen científica del mundo: su caso es igual al de tantos otros que saltaron la valla y se cambiaron de bando, los Laclau, por dar un solo ejemplo. Se trata de la confirmación de que el abandono de ciertas posiciones políticas lleva al abandono de la ciencia y a la recaída en la mediocridad intelectual. Como sea, la brecha sólo puede cubrirse con una historia falsa.
Un intelectual para Carrió
“La diferencia crucial entre los sistemas económicos no reside en su estructura”, afirma Hobsbawm transformado en predicador de barrio. Y nos aclara: “Sino más bien en sus prioridades sociales y morales”. Fantástico. Como la defensora de la gran burguesía agraria, Hobsbawm cree ahora que entre la estructura de la sociedad y las “prioridades” sociales (y “morales”, vaya tontería) no hay ninguna relación directa. No hace falta aclarar que en esta frase se expresa un brutal retroceso al liberalismo más simplón, sorprendente en uno de los otrora más acérrimos defensores de la primacía de la “base” sobre las “superestructuras”. Ya no se trata de revolución alguna, de transformaciones sociales sustantivas. Habrá que confiar en el misticismo de Sor Elisa…
Y parece que es así nomás, porque el problema es que el capitalismo salvaje occidental subordinó, junto con los regímenes poscomunistas, toda la economía al crecimiento del PBI, sin preocuparse por las consecuencias sociales. Dicho de otra manera, el mundo vivió presa de una desbordada pasión productiva y no de los intereses de una clase social concreta, la burguesía. Es decir que el desastre social en el que el planeta está metido no es la consecuencia lógica del funcionamiento normal del sistema sino una simple desviación moral. La que se opuso, en nombre de un individualismo reaccionario y antisocial, a la extracción de sangre compulsiva, la profeta de las pampas, no hubiera podido encontrar una compañía mejor.
El “caso” Hobsbawm es simplemente uno más de la conversión generalizada que se inició en los años ’80, de intelectuales marxistas que se transformaron en los ideólogos consentidos del capitalismo, aportando el prestigio de su pasado combativo. Algunos llegaron hasta el absurdo posmoderno. De tan ridículos resultan inofensivos. Otros, como el que aquí nos ocupa, no llegaron a tanto y resultan, por eso mismo, más peligrosos en tanto su discurso parece más realista. Apenas se rasca la costra, sin embargo, se revela el mismo irracionalismo oscurantista que es la base general de la mediocridad intelectual con la que se pretende justificar lo injustificable.