En estos días asistimos al punto final del proceso por el cual Horacio Larreta ha logrado instalarse como “el que marca la agenda”. La lucha por la presencialidad escolar es un síntoma claro de esta nueva situación política. En efecto, las medidas tomadas por Alberto Fernández hace quince días para contener el “tsunami” (Kiciloff dixit…) eran poco menos que un chas-chás en la colita a un oso grizzli. El núcleo de estas medidas evitaba explícitamente examinar el problema de la presencialidad educativa como motor principal del maremoto en ciernes. El crecimiento acelerado de casos puso al gobierno ante la obligación de hacer algo o presenciar un incendio generalizado en su bastión electoral, el Conurbano de Buenos Aires. Larreta se hizo fuerte en el rechazo de esta conciencia, tardía, pero cierta, de un colapso en puerta, jugándose a que la situación en provincia estallará antes que en su propio territorio, permitiéndole recoger las redes a tiempo. Juega con fuego.
La presencialidad educativa vincula a millones de personas. Solo en CABA, reúne a 700 mil personas, sin contar a sus familiares, en una ciudad de tres millones de habitantes. Pretender que eso no causa ningún impacto, es francamente absurdo. Las cifras sobre contagios en las escuelas, recabadas por Nación, provincias y CABA, parecen demostrar lo contrario: que en la escuela no hay contagios en un porcentaje suficiente como para justificar el cierre. Se habla guarismos inferiores al 1%.
Estos estudios pasan por alto muchas cuestiones. Por empezar, el universo de medida: los alumnos no están yendo a clases “todos los días, todas las horas”, como alardeó Acuña en su momento. Luego, no se puede usar como universo de casos la totalidad de la matrícula. No solo el regreso a clases fue y sigue siendo dispar, por provincias, jurisdicciones e incluso escuelas, sino que el mismo esquema de presencialidad reduce la asistencia a la mitad o incluso a un tercio del total matriculado. El sistema de “burbujas” supone que el grado es fragmentado en grupos de entre 10 y 15 alumnos, dos o tres por aula. Una burbuja concurre una semana, la otra, la siguiente, y así. Luego, la tasa de contagios debe medirse por el promedio de asistentes semanales. La lógica de este argumento se observa claramente cuando se compara con el total de burbujas aisladas al 17 de abril en CABA: mientras se registró un 0,71% de contagios entre el total de la población escolar, las burbujas aisladas suman 2,1% es decir, tres veces más. A ello hay que sumarle que no todas las materias se dictan, porque no hay suficientes espacios aptos según protocolo. Por la misma razón, la jornada es reducida. En consecuencia, en un horario dado puede estar presente en el colegio apenas una fracción del alumnado y sus docentes. Entonces, el porcentaje contagios debe multiplicarse por tres o por cuatro, acercándose, fácilmente, al 5% como mínimo.
Pero este no es el principal problema sino otros dos: 1. el potencial de contagio de los asintomáticos; 2. el de la magnitud absoluta. El último: si bien un 0,71% parece una cifra despreciable, no lo es cuando se recuerda que los 5.000 contagios en escuelas, que informa CABA entre el 17/3 y el 17/4, superan el 10% de todos los casos en la jurisdicción en el mismo período. El primero multiplica esta incidencia varias veces, porque los casos asintomáticos, que hacen circular el virus por el aula, pero no dejan huella (porque el que finalmente se enferma no tiene vínculo con el lugar de registro), son muchos más que los sintomáticos. Un niño asintomático que contagia a otro niño asintomático y este a sus padres que, como población relativamente joven también tienen un alto porcentaje de asintomaticidad, transmite el virus a través de la escuela a una población que luego saldrá a trabajar y podrá enfermar a otros que padecerán la enfermedad. El sistema registrará a estos últimos, pero no podrá rastrear su origen hasta el sistema escolar. Sumado todo, queda claro que la presencialidad está vinculada directamente con la “tercera ola”, una incidencia que puede, tranquilamente, trepar al 30% del total de contagios.
Sorprende, entonces, la negación completa de este tema, un triunfo evidente del “larretismo”. Impulsado por las necesidades de sus bases, Larreta ha impuesto la idea de que las escuelas deben abrirse, aunque no por razones “pedagógicas” o de la salud mental de los niños, sino porque, como se sinceró al pasar en su último discurso, su cierre conspira contra la apertura de actividades económicas y el trabajo de los padres, que dependen de la “guardería” que contendrá a sus hijos una parte del día. El gobierno nacional se plegó alegremente a esta perspectiva, guiado por las encuestas, hasta que el asunto le estalló en la cara. Ahora, atada su suerte al carro de su enemigo, ya es tarde. Larreta se pasea triunfal, rumbo al 2023, si no antes, gracias un gobierno que se hunde por su propia incapacidad.
(*) Historiador, docente (UBA) e investigador del CEICS