Mateo va a la escuela en CABA bajo el sistema de “presencialidad cuidada”. Usa barbijo, se pone alcohol en gel, las maestras y el personal de limpieza cumplen con todos los protocolos, hay en las aulas ventilación cruzada y sus compañeritos mantienen la distancia adecuada. Por cierto, no va todos los días, porque debe alternarse con las otras “burbujas”. Como el contagio cero no existe, es inevitable que suceda, aunque sea en una medida ínfima. Y que suceda, también, que la inmensa mayoría de los contactos escolares no pueda ser detectado de ninguna manera. Es el caso de “Mateo”. Mateo se ha contagiado de Covid-19, como consecuencia de su no menos inevitable “contacto estrecho” con sus padres, que trabajan fuera de casa. Un niño de apenas 8 años, en un porcentaje elevadísimo, será, por suerte, un infectado asintomático, casi en la misma proporción que sus jóvenes padres. De modo que este portador asintomático que es Mateo no sabe que lleva a su aula, con su mochila y sus figuritas, el virus tan temido.
La liviandad con la que se repite la expresión “la escuela no contagia” llama la atención
Por supuesto, en su colegio, que como hemos visto, rebosa de recursos, espacio, personal y competencias anti-pandémicas, juega con sus compañeros. Si bien no comparte su barbijo con nadie, sin darse cuenta, más de una vez se aproxima demasiado a su “más mejor amigo”, con quien tiene tanto de qué hablar siempre. Entre el elástico flojo y las emociones esperadas, Nico se contagia. No lo sabe, porque es asintomático, igual que sus padres, igualmente jóvenes que los de Mateo. De modo que cuando Martín, el papá de Nico, va a la oficina, a la fábrica o donde le toque trabajar, no sabe que porta el virus que enfermará a Fernando, adulto cercano a la jubilación, que muy probablemente no escape a las consecuencias inmediatas, aunque, antes de darse cuenta, ya ha infectado a su esposa y sus suegros, con los que vive. Nadie computará como “contagio escolar” a Nico, sus dos padres, Fernando, su esposa y sus suegros. Nadie vinculará a Mateo y Nico con la muerte de dos personas de 80 años ni la intubación de la esposa de Fernando, diabética. Ni las dos semanas que Fernando pasó aislado pensando si sería el único sobreviviente de esa familia cuyo nexo con la escuela es imposible de establecer.
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La liviandad con la que se repite la expresión “la escuela no contagia” llama la atención. Dominique Costagliola, especialista en VIH, directora del Instituto Pierre Louis de Epidemiología y Salud Pública, y miembro de la Academia de Ciencias francesa, calificó de “idiotez” tal idea. Lo hizo en el contexto de cuestionamiento generalizado a la política del gobierno francés de mantener las escuelas abiertas pretendiendo que no pasa nada. En el ultra (mal) politizado ambiente argentino resulta imprescindible traer un testigo, tan lejano y prestigioso, para refutar lo que es, a todas luces, una idiotez: pretender que se puede juntar a 700.000 personas en una misma actividad, sin que ello tenga ningún impacto epidemiológico serio en una ciudad de casi 3.000.000 de habitantes, la inmensa mayoría de los cuales tiene alguna relación con alguno de esos 700 mil. Una idiotez tan grande como suponer que una ciudad que duplica su población durante el día puede considerarse un mundo aparte, cuyas decisiones no afectan a nadie más. Así, por más que las cifras que muestra Larreta aparenten otra realidad, la verdad es que la escuela es una verdadera autopista virósica.
*Historiador, docente (UBA / UNLP), y director del CEICS.