01.02.2013 | OPINIÓN
Las formas de explicar (y eludir) nuestro pasado
Fabián Harari
La llamada «Asamblea del año XIII» no fue el primer congreso constituyente (uno anterior funcionó entre febrero y abril de 1812), ni dictó ninguna Constitución (la primera fue en 1819), ni estableció ningún cuerpo legal de importancia (el primero fue el Estatuto Provisorio de 1815). Fue, más bien, conocida por sus medidas ejecutivas: la prohibición del uso de instrumentos de tortura (aunque siguieron vigentes las penas corporales), el remplazo de símbolos monárquicos españoles por republicanos propios, la adopción del Himno Nacional y la Ley de Libertad de Vientres, entre otros.
Al analizar este período formativo, la historia se debate entre el revisionismo (porteños contra provincianos) y el esoterismo de la academia (donde todo se explica por cambios en el discurso). No obstante, a poco de indagar en algunos aspectos de la dinámica de dicha asamblea, podemos verificar la diferencia entre estas posiciones y la realidad.
En primer lugar, los diputados no representaban a «las provincias» sino a sus clases poseedoras. Los vecinos (propietarios con rentas u oficios reconocidos) designaban electores (vecinos distinguidos) y ellos elegían diputados.
Los pobres, los peones, los negros libres o esclavos, no votaban. Y no por las particularidades del discurso político, sino por intereses materiales muy tangibles.
En segundo lugar, contrariamente al mito del interior progresista, los diputados por las provincias de Tucumán, Salta y Jujuy tenían expresas órdenes de oponerse a la declaración de independencia. Los de Córdoba no portaban instrucciones precisas y sólo los de Potosí y la Banda Oriental pugnaban por ello. Con lo cual, no sólo resulta difícil absolver a las provincias de incubar ideas retrógradas, sino que las diferentes posiciones diluyen eso que se llama «interior».
Por último, si examinamos las discusiones en torno a quién debía ser considerado «ciudadano» (es decir, un habitante con derechos políticos), vemos que los diferentes proyectos ponían fuertes restricciones para acceder a semejante condición. ¿Cuáles eran? Ser deudor, no saber leer o escribir, ser doméstico asalariado y no tener «propiedad u oficio lucrativo». En definitiva, ser pobre o, más precisamente, ser explotado. No se trata de una reminiscencia feudal o aristocrática. El corte no se establece en función de linajes o títulos nobiliarios, sino sobre la base de la propiedad de los medios de producción y de vida (y las circunstancias que la circundan). Es decir, se divide a la sociedad con un criterio capitalista. En esto coinciden Buenos Aires y las provincias. Las razones no se encuentran en la mutación del discurso ni en la deliberación abstracta de ciertas «élites», sino en la necesidad de la burguesía de evitar que se cuelen los intereses de los explotados.
Si comenzásemos nuestras investigaciones desde este evidente punto de partida, llegaríamos a un puerto menos complaciente con los poderes de turno, pero más conciliado con el conocimiento.
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