Eduardo Sartelli sobre consumo e ideología, Topía, Julio 2008.
La idea de que un consumo elevado va acompañado de conservadurismo político es propia, no sólo de ciertos sectores de la izquierda norteamericana, sino del sentido común. Ese sentido común superficial y pre-científico puede definirse como “pobrismo” y tiene más de cristiano que de socialista. Si fuera cierta la proposición inversa, cuanto más pobre más revolucionario, en Haití habría doce octubres por año.
En la mitología cristiana de la expulsión del paraíso, el consumo de la manzana resulta en un castigo. De hecho, la gula, una forma de consumo, es uno de los pecados capitales. El deseo que proveyó tal acto, también es penalizado, aunque se restrinja a la “mujer del prójimo”. El consumo del tiempo personal para beneficio propio (la pereza) también. El voto de castidad y el de pobreza coronan esta apología de la miseria.
La izquierda tiene su propia versión de la “opción por los pobres”. Así, un militante consecuente debe hacer profesión de pobre, adoptar las pautas de consumo de los pobres, si es posible, vivir con los pobres. De allí a identificar el socialismo con la escasez y todo consumo por encima del nivel de pobreza como “burgués”, hay un solo paso: “¡Ah! Muy zurdito pero ahora tenés auto…”. La conclusión lógica es obvia: el militante de izquierda, el socialista, como el cristiano, ha venido al mundo para sufrir. La imagen del Che, muerto como Cristo, resulta la iconografía perfecta.
Esta identificación de consumo con capitalismo y de pobreza con socialismo, no sólo resulta en un flaco favor a la propaganda revolucionaria, sino en una incomprensión absoluta del objetivo de la lucha por nuevas relaciones sociales. Implica desconocer por completo qué tipo de sociedad es eso que llamamos comunismo.
¿Por qué luchamos?
Con una candidata a presidente por una coalición de izquierda debatimos, en un colegio del conurbano y hace una década, sobre varios temas, en particular sobre uno que la dejó perpleja, porque pensó que en ese, seguro íbamos a coincidir. La candidata dijo: “Porque, y en esto seguro vamos a estar de acuerdo con Eduardo, ¿qué es el socialismo? Que todo el mundo tenga trabajo.” Respondí que no, que la esencia del socialismo era no trabajar. Que el socialismo se construye sobre la abolición del trabajo y la superación de la necesidad, es decir en el reino de la abundancia. No hay libertad sin abundancia. La libertad es, antes que el resultado de una forma de gobierno, así sean los soviets, la consecuencia de un grado elevado de desarrollo de las fuerzas productivas. La mayor y mejor de las democracias (que sigue siendo una dictadura, como bien lo explicó Lenin) no puede sino hundirse en el reino de la necesidad: es ésa, y no otra, la razón por la que Lenin y Trotsky se transmutan en Stalin. Esa es la razón por la que toda sociedad antes del capitalismo y el capitalismo mismo inmolan sus promesas iniciales en aras de nuevas dictaduras de clase. El comunismo primitivo se salvó de tal destino por incapacidad. Los “hombres de las cavernas” (y las mujeres, no hay que olvidarse de la Raquel Welch de Un millón de años antes de Cristo) no eran mejores que nosotros, simplemente no tenían la posibilidad de ser peores. La expansión de esa posibilidad significó un salto cualitativo en el desarrollo humano: las sociedades de clase son un avance notable y su éxito consiste en la capacidad de gestionar la necesidad. La especialización exitosa de las funciones sociales derivó, invariablemente, en el ejercicio concentrado del poder. El ejercicio concentrado del poder, a su vez, se expresó y permitió un acceso diferenciado al consumo: para que todos sobrevivieran era necesario que unos pocos alcanzaran las más elevadas posibilidades de consumo social. La riqueza, concentrada en pocas manos, fue, hasta hoy, hasta el capitalismo, la precondición necesaria del dominio humano acrecentado sobre la naturaleza. La expansión de las potencias humanas se valió de la desigualdad. Lo que distingue al capitalismo es la creación de las condiciones materiales para la libertad humana generalizada. Es, en este sentido, el fin de la prehistoria humana. Su gran logro es la abolición del trabajo. Cuando decimos que luchamos por el socialismo, decimos que lo hacemos por un mundo en el cual el trabajo sea abolido. No luchamos para trabajar (para eso está el capitalismo). Luchamos para no trabajar…
El fin del trabajo
“Yo”, me dijo una alumna en mi curso de economía en la Universidad de La Plata, “cuando escucho socialismo, me imagino a la gente lavando la ropa en el río”. Efectivamente, la propaganda capitalista identifica al reino burgués con la “sociedad de la abundancia” y al socialismo con el atraso. Como toda ideología, en ello hay parte de verdad y parte de mentira. Si no hubiera verdad en la mentira, no podría ser mentira. Efectivamente, el capitalismo ha desarrollado como ninguna otra sociedad las fuerzas productivas. Es lo más parecido a la “abundancia”. Como en toda sociedad de clases, la “abundancia” se distribuye muy desigualmente: medios increíbles en manos de unos pocos que pueden darse el lujo de pasar sus vacaciones en el espacio; miseria generalizada para las grandes mayorías. Del otro lado también hay verdad en la mentira: las experiencias socialistas se construyeron a partir de sociedades atrasadas, muy alejadas de la productividad media del capital mundial. El problema de la pobreza extrema fue, para Rusia, China y casi todos los socialismos “reales”, el principal legado pre-revolucionario. El socialismo fue, entonces, más un reparto más o menos equitativo de la miseria apenas mitigado por la promesa del desarrollo acelerado, que el disfrute de una cornucopia inexistente.
Sin embargo, el futuro se nos acerca a gran velocidad. La abundancia para pocos, en el capitalismo, se construye sobre un piso de fuerzas productivas infinitamente más elevadas que cualquier cosa antes vista. Hace ya casi medio siglo que Marcuse proclamó el fin de la utopía. Se apoyaba en la constatación evidente de que la posibilidad del socialismo, del mundo de la abundancia, ya existía entre nosotros. Que el trabajo se extinguía ante nuestros propios ojos. “Eso es imposible, siempre habrá que trabajar”, me contestó esta alumna tan obsesionada con el statu quo. Y sin embargo, es así.
En el mundo capitalista, ningún burgués tiene asegurada su supervivencia, a menos que vaya al mercado y venda. Realizada la plusvalía, volverá contento a su casa sólo para constatar que los amenazados por su éxito ya han tomado medidas para enfrentar al insolente. Es la actividad que se llama competencia. Los capitalistas se agreden unos a otros, porque es la única forma de asegurarse el futuro individual. El principal instrumento de esta guerra de todos contra todos, es la tecnología. Esta es la razón de la fabulosa capacidad expansiva del capitalismo. La tecnología permite caídas sistemáticas y prolongadas de precios por la vía de reemplazar trabajo humano por implementos mecánicos. Dicho de otra manera: la revolución de la ciencia y la técnica tienen por consecuencia la multiplicación de la productividad del trabajo. En criollo y simplificando en extremo: más máquinas, menos obreros. Pero es el trabajo humano el que crea la plusvalía, el corazón de la ganancia capitalista. Si hay menos trabajo humano, hay menos plusvalía. Para el capitalista individual será un negocio: ahorrará en salarios y multiplicará sus ventas, de modo que compensará la menor producción de plusvalía por la vía de amputársela a sus competidores. El conjunto de los capitalistas deberá imitar al atrevido, innovando ellos también. En ese momento, la tasa de ganancia caerá para todos sin posibilidad de compensación alguna. Si no hay ganancia no hay inversión porque los capitalistas no producen para el consumo sino para la ganancia. Lo que era maravilloso para el capitalista individual, resultará desastroso para el sistema en su conjunto, que entrará en una crisis sistémica de largo plazo. La expansión de la productividad y la consiguiente liberación del tiempo, en lugar de resultar en más libertad, culmina en crisis, guerras, hambre, devastación. En una sociedad no capitalista, donde se produzca para el consumo y se planifique conscientemente, cada ganancia de productividad daría por resultado tiempo libre.
Efectivamente: dado que el trabajo humano, junto con la naturaleza, son las fuentes de la riqueza humana, todo avance de productividad elimina tiempo de trabajo necesario en la producción. Este fenómeno sucede todo el tiempo delante de nuestras narices, porque el propio capitalismo procede a eliminar, a abolir, el trabajo. Dicho de otra manera, el capitalismo crea las bases materiales de la libertad humana. Su realización requiere, sin embargo, de la abolición de estas mismas relaciones.
La revolución y el consumo
Finalmente, el consumo no es otra cosa que la realización de las potencias humanas. La negación del consumo para las masas es la negación de sus potencias. El goce, el deseo y su realización, se identifican con la libertad. La revolución no es más que la imposición de las relaciones humanas que hacen posible la realización del deseo. Probablemente, el resultado inmediato de una revolución triunfante en condiciones de abundancia material sea un consumo desmedido y sin tino. Probablemente, milenios de restricciones de masas humanas a dieta forzosa resulten difíciles de contener, expresándose en derroche y anarquía del deseo. La educación del consumo será, entonces, una necesidad inmediata. El combate al “consumerismo” se volverá, en ese momento, una necesidad de la civilización libre, una vacuna contra esa enfermedad infantil de la humanidad no acostumbrada de disfrutar de sus potencias. Mientras tanto, más que luchar contra el consumo, debemos tratar de expandirlo. Aunque la simpática Susan se enoje..
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