El derrumbe de la mina chilena de Copiapó
Por Gonzalo Sanz Cerbino
Las muertes en el incendio de República Cromañón y lo sucedido con los mineros chilenos constituyen un crimen social producido por el comportamiento normal de la burguesía bajo el capitalismo.
Artículo publicado en Tiempo Argentino del 25 de octubre de 2010
El rescate de los 33 trabajadores chilenos atrapados en la mina de Copiapó fue calificado por la prensa, casi unánimemente, como un “milagro”. La intervención de decenas de rescatistas y la utilización de modernos avances tecnológicos no alcanzó para que, como correspondía, se atribuyera la hazaña a la mano del hombre. La misma operación semántica se utilizó para explicar el hecho. Como suele suceder en estos casos, se habló de una “tragedia”, un suceso fortuito en el que las responsabilidades empresariales y políticas desaparecían. Lo mismo pasó con Cromañón, y más recientemente, con los derrumbes de un gimnasio y un boliche en la Buenos Aires de Macri. Pero, como en Cromañón, estamos ante otro tipo de hecho.
Las muertes causadas por el incendio del boliche República Cromañón fueron producto de las fallas de seguridad que tenía el local. Nos referimos a la presencia de material inflamable y tóxico que recubría el techo, a los medios de salida inadecuados y a la capacidad del local, que al momento del incendio se encontraba excedida en un 300%, lo que impidió evacuar ordenadamente el lugar. Estas falencias se produjeron porque quien explotaba comercialmente el local en el momento del incendio, su dueño y los empresarios que lo regentearon bajo sus denominaciones comerciales anteriores, prefirieron ahorrar dinero en medidas de seguridad, poniendo en riesgo la vida de sus clientes. El objetivo de tal comportamiento era la maximización de su ganancia. Pero a no engañarnos, no estamos ante un “empresario inescrupuloso”. Como lo demostraron infinidad de denuncias, anteriores y posteriores al crimen, la mayoría de los boliches de la Capital funcionaban de la misma manera. Y no olvidemos la responsabilidad del jefe de gobierno y sus funcionarios, que por corrupción o negligencia no impidieron la situación.
Las similitudes con el caso chileno son evidentes. La mina en cuestión tenía nefastos antecedentes: más de 80 accidentes, muchos de ellos fatales. Entre 2007 y 2008 la mina permaneció clausurada durante un año, luego de un derrumbe que provocó la muerte de un obrero. Fue reabierta en circunstancias oscuras, sin haber realizado las mejoras en la seguridad exigidas por los organismos de control. En particular, no cumplió con el requisito de instalar una salida de emergencia a través de los ductos de ventilación, que hubieran evitado las “tragedias” y los “milagros” posteriores. Menos de un mes antes del accidente, un informe de la Inspección de Trabajo de Copiapó había recomendado el cierre del yacimiento por las irregularidades encontradas que ponían en riesgo la vida de los trabajadores. Según el informe, no existía fortificación de techos que evitara desplomes, ni señalización visible en los lugares de riesgo, ni salidas alternativas en caso de derrumbe. Mientras el gobierno y la oposición se tiran la pelota para ver de quién es la responsabilidad, existe una realidad. El Servicio Nacional de Geología y Minería, órgano estatal que debería fiscalizar la seguridad en las minas, no cuenta con los recursos ni el personal para hacerlo. Por poner sólo un ejemplo, en la región donde ocurrió el accidente había apenas dos inspectores para controlar cerca de 1000 instalaciones mineras. Las multas que se les imponen a las empresas resultan más baratas que los gastos que deberían destinar a mejorar la seguridad. Y al igual que en Cromañón, no se trata de casos aislados: pocos días después del último derrumbe, el gobierno chileno ordenó clausurar 18 minas en la región, que no contaban con las condiciones de seguridad mínimas para poder funcionar.
La regularidad con que se producen estos hechos y las similitudes entre ellos deberían llamarnos la atención. No estamos ante “tragedias” aisladas sino ante un fenómeno social, producto del tipo de sociedad en que vivimos. Mencionamos el caso Cromañón y el de los mineros chilenos. Podríamos hablar también de Kheyvis, de LAPA y de muchos más. El ahorro de costos y la maximización de ganancias, aun a costa de la vida y la salud de obreros, clientes y vecinos, es un comportamiento extendido y regular de toda la burguesía, a nivel mundial. Y la complicidad del Estado, que en lugar de controlar y regular la actividad comercial de la burguesía se convierte también en garante del proceso de acumulación. Por eso sostenemos que las muertes en el incendio de República Cromañón y lo sucedido con los mineros chilenos constituye un crimen social, producido por el comportamiento normal de la burguesía bajo el capitalismo: la búsqueda de ganancias como fin último, a cualquier precio.
Son las relaciones sociales capitalistas las que produjeron las muertes en Cromañón y en tantos otros lados. Esto no exime de culpas a Chabán, a los empresarios mineros o a los políticos que deberían controlarlos, sino que convierte en culpables, junto con ellos, al conjunto de los empresarios y a sus gobernantes, a todos los miembros de la clase a la que pertenecen.