1816, o la revolución que dio la burguesía
Una mirada revulsiva sobre la historia del Congreso de hace 200 años, que subraya las contradicciones de clase detrás del proceso de independencia. Por qué Rosas prefería Tucumán a la Plaza de Mayo.
Por Fabián Harari*
Juan Manuel de Rosas era un hombre poco aficionado a las revueltas, sobre todo a las ajenas. Era un hombre de orden. O mejor dicho, llamado a poner orden, que no es lo mismo. Aunque, en última instancia, debía su lugar a la revolución de 1810, simpatizaba muy poco con sus festejos. Esas fiestas cívicas (así se llamaban) eran el escenario en donde el pueblo que él debía domar se largaba a la calle a recordar un levantamiento popular contra las autoridades, las leyes, los dueños de las grandes fortunas y todo lo que se creía sagrado. Un recuerdo ciertamente peligroso.
Por eso, el Restaurador de las Leyes decidió impulsar otro festejo, que compitiese con el que no podía desterrar. Nace así el 9 de julio como la otra fecha suprema (que hasta entonces, tenía un lugar menor). Poco importaba que ese congreso hubiera representado sólo a unas pocas provincias en medio de una guerra civil. Tampoco que ese congreso hubiese fracasado en imponer una Constitución (la de 1819). Era necesaria una nueva fecha y punto. Sus continuadores, desde Caseros a la generación del 80, no dejaron de continuar con esa tradición.
Es que la Independencia tenía (y tiene hoy día) una serie de ventajas invaluables para los hombres del orden. No hay tumultos, no hay violencias, no hay gente en la calle ni enemigos a la vista. Los cambios aparecen como la consecuencia de la reunión y el amigable consenso de hombres de riqueza y buena familia. Puede haber diferencias, pero se solucionan conversando. La conclusión es que, para realizar grandes cambios, no hay que salir a la calle, basta con confiar en los “representantes”, que casualmente suelen pertenecer a la clase acomodada, y que todo se arregla sentándonos en una mesa. Es la tesis del famoso intelectual Roberto Galán: “Hay que besarse más”.
La historia edulcorada. Con el tiempo, incluso los festejos del 25 de Mayo se fueron pareciendo a los de su competidor. Del recuerdo de los tumultos, a la imagen de señores en un salón decidiendo juntos. El retrato es el mismo, sólo cambia el escenario. En lugar de Tucumán, el Cabildo de Buenos Aires. En lugar de la Independencia, un nuevo gobierno. Así está concebida nuestra liturgia y, más allá de alguna crítica a alguno de sus elementos, más allá de las pretensiones “desmitificadoras”, la realidad es que la gran mayoría de los historiadores profesionales (digo “la mayoría”, porque yo soy uno de ellos) acompañan el núcleo duro del relato (para usar un término tan de moda).
Claro que la academia tiene ciertas críticas al mito nacionalista, por supuesto. Y, en algunos casos, muy ciertas. La principal crítica es que la Argentina, tal como la conocemos, no nace ni en 1810 ni en 1816. Nadie se concebía “argentino”, la unión de las provincias no estaba asegurada, ni la forma en que se llevaría a cabo. Muchas provincias que fueron parte del Congreso de 1816 luego no fueron parte de la Argentina (lo que hoy es Bolivia y lo que hoy es Uruguay). Recordemos que Manuel Serrano (diputado por Charcas) redactó la declaración de independencia de las Provincias Unidas y luego, en 1826, la de Bolivia. Lo que nos dicen es que eso no se llamaba “Argentina” y que aún no se había decidido por una república representativa y federal.
Pero más allá de los detalles, estaban construyendo una nueva entidad: una nación y su correspondiente Estado. El nombre, la extensión, los símbolos y el ordenamiento interno remiten a la forma que toma ese contenido y son el producto de variables como las relaciones de fuerza y la coyuntura.
La segunda crítica, muy ligada a historiadores del proyecto “nacional y popular”, se dedica a señalar la participación del mundo popular en los levantamientos. Está muy bien, pero no pasa de mostrar una curiosidad. ¿Qué es lo que se quiere decir? Si es simplemente señalar un hecho, entonces volvemos a la historia que acumula datos. Si se quiere decir que había que prestar atención a esa gente y, entonces, la nación se construyó reuniendo los intereses de todos, entonces se está repitiendo el credo liberal.
Preguntas simples, en busca de respuestas. Fuera de estos señalamientos, todo el relato nacionalista queda en pie. Sobre todo, su núcleo duro, que está compuesto por dos dogmas: 1. No existen intereses sociales antagónicos, son todas cuestiones individuales. 2. Los cambios son graduales y pacíficos. Dicho de otro modo: la historia se remite a cuestiones individuales que se solucionan ya se sabe cómo (“hay que besarse…”). Eso quiere decir que hay dos preguntas que responder. La primera, sobre lo que se llama “el sujeto”, ¿quiénes dirigieron el proceso revolucionario? La segunda, lo que llamamos “el programa”: ¿cómo y para qué lo hicieron?
Vamos a la primera, entonces. La pregunta quiénes no se refiere a los nombres propios. Sabemos quiénes son. Para 1816, se llaman Pueyrredón, Godoy Cruz, Anchorena, Colombres, Bulnes, Laprida, Serrano, Paso, Maza…
La pregunta es: ¿qué tienen en común? Pues bien, son propietarios, en su mayoría, y grandes comerciantes. Pueyrredón es un gran hacendado, tiene campos y vacas. Godoy Cruz, uno de los mayores propietarios de Mendoza. Bulnes, otro gran propietario. Colombres, quien introduce la producción de azúcar en Tucumán. Laprida, un gran comerciante. Paso, hijo de productores de pan y Anchorena…¿hace falta hablar de Anchorena? Belgrano, hijo de uno de los mayores propietarios. ¿Y San Martín? Ligado por matrimonio a los Escalada, los mayores productores de cuero de Buenos Aires.
Muchos son canónigos (un 38%) o simplemente “letrados”. Bien, pero ¿cómo llegaron tan lejos en la carrera educativa en una sociedad donde la educación no es gratuita y para asistir a la universidad hay que viajar largas distancias? Muy simple, pertenecen a familias de propietarios.
Bien, demos un paso más: ¿propietarios de qué? De campos y vacas, la mayoría. Es decir, en sus tierras se producen cueros, carne o trigo. O más bien, otros los producen. Los peones o jornaleros. Esos son los que producen, aunque de eso vean unos pocos pesos a cambio de un salario. Entonces, quienes acaparan la propiedad de los medios de producción (tierras, vacas, carretas) son lo que llamamos “burgueses”. Otros son comerciantes, que son otra parte de la clase, los que consiguen que eso que los peones producen se convierta en dinero contante y sonante. Entonces, quienes se organizan, quienes dirigen las acciones, son burgueses.
¿Por qué atacaron al imperio español? Porque el sistema colonial comenzó a interferir con sus ganancias. El monopolio los obligaba a vender y comprar con comerciantes habilitados. La mayoría de los impuestos que les cobraban se embarcaban a España. Se les impedía vender y comprar tierras libremente. La Iglesia y el rey ostentaban jugosas tierras que la Corona defendía. La mayoría de los pueblos indígenas tenía tierras colectivas que la burguesía quería mercantilizar. Con el tiempo, la burguesía entendió que para cambiar todo eso, las reformas no eran suficientes. El acta de Independencia dice muy claramente: “… de Fernando VII y de sus sucesores”. O sea, todo lo que era del rey, o lo que éste defendía, pasaría a manos de los revolucionarios. Y eso se hizo por las armas. La declaración del 9 de Julio es la confesión de que se estaba llevando a cabo una revolución. Nada más y nada menos.
Vamos entonces a la segunda pregunta, ¿qué querían construir? Como dijimos, una nación. ¿Y eso qué es? No es una unidad cultural, ni étnica, ni siquiera una voluntad general, porque no se le preguntó a nadie si quería pertenecer o no. Eso se dirimió por las armas. La nación es el espacio donde la burguesía ejerce su dominio. Y debe defenderlo de mucha gente. Primero, de sus anteriores dueños: la nobleza feudal española. Segundo, de otras burguesías: la portuguesa (luego brasileña), la inglesa (recordemos las Invasiones Inglesas) y, también, las americanas. Tercero, de las clases subalternas (peones, negros, esclavos, pueblos indígenas). Con estas últimas tenía un conflicto: para tomar el poder, hacía falta su colaboración en el ejército. Es decir, había que convocar a esta gente a construir aquello que no iba a disfrutar.
Nos queda una sola pregunta: el cómo. ¿Todo se redujo a un consenso, a un intercambio de ideas fruto de diferentes doctrinas? No parece. Esas reuniones en ese salón tan majestuoso estaban rodeadas de violencia. Violencia contra los realistas. La violencia de seis años de guerra y la que se organizaba para contraatacar el avance del norte y en Chile. Pero también violencia contra los que no podían ser parte (ya se sabe: peones, negros, indígenas). Los diputados fueron elegidos por una minoría. Por ejemplo, en Buenos Aires, una ciudad con 40 mil almas, el elector más votado logró 176 votos. Esos electores luego votaban a los diputados en una reunión donde el voto no era secreto. En muchos casos, hubo que dispersar con la fuerza a grupos que intentaban participar de los comicios.
Como vemos, se jugaba la construcción de una nación. No importaba, por el momento, el nombre. Había problemas mucho más acuciantes, como mantener la dirección del proceso. El Congreso de Tucumán fue un eslabón en la cadena revolucionaria de nuestra burguesía, que tuvo su asalto a la Bastilla y nos mostró cómo se cambian las cosas. El proceso fue largo y derivó en una construcción nacional, que lleva la marca de la clase que la dirigió y la llevó hasta donde hoy estamos. La Argentina, como cualquier nación, no fue hecha por todos ni para todos. Es hora de saberlo.
*Historiador, miembro del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales y Razón y Revolución.