El sentido común, el interesado y el ingenuo, dice que este gobierno no reprime. Para algunos, es un mérito. Para otros, un escándalo. Poco importa esos o aquellos episodios donde sí lo hace. Entonces, un primer obstáculo para comprender el fenómeno es que tomamos una parte y la transformamos en el todo.
Hay otro consenso: la causa de este “permisivismo” se debe a la ideología del personal político circunstancial. Entonces, no importan los hechos, sino los discursos. Nos topamos aquí con un segundo obstáculo: el culturalismo. Creemos que las acciones están causadas principalmente por la cultura de cada quien.
Entonces, vamos a los datos duros. Más allá de este o aquel hecho puntual (y más allá de lo que Cristina dice o quiere decir), desde 2003 hasta julio de 2013 se registra un mínimo de 445 hechos de represión de protestas, por parte de las fuerzas estatales, con al menos 16 muertos. Pero a estos hechos hay que agregar un fenómeno que el Ceics viene investigando desde 2010: la represión irregular, a cargo de patotas sindicales o estatales. Aquí observamos el pavoroso número de 466 acciones represivas en estos doce años (aquí llegamos hasta 2014). Si sumamos la acción regular e irregular del Estado, llegamos a 911 represiones, lo que nos da un promedio de 76 intervenciones por año. Cuesta decir que este gobierno es permisivo.
La represión irregular o paraestatal sobrepasa, con mucho, a la legal. Se utiliza porque es más rápida y no requiere ninguna orden judicial. Las patotas realizan tareas que la policía no podría hacer sin generar escándalo. Se pueden usar para dispersar una movilización, desalojar una toma o para tareas “quirúrgicas”, como amenazar o secuestrar dirigentes y ejecutar atentados a locales sindicales o partidarios. Pero, por sobre todo, son muy útiles porque, ante cualquier denuncia, el Estado puede presentarse como ajeno.
Los principales agentes de la represión irregular son las direcciones sindicales y las autoridades municipales. Utilizan, para sus acciones, obreros del gremio, barrabravas y delincuentes comunes. Entran aquí los lazos con el narcotráfico, el juego y tantos etcéteras. ¿Quiénes son los principales “receptores”? Los trabajadores. Entre ellos, los docentes, por lejos. Son quienes más han sido golpeados, amenazados, secuestrados y cuyos locales han sido baleados o incendiados. A los ataques económicos (bajos salarios) y discursivos (“son vagos”) se les agregan los físicos.
Y he aquí un elemento importante para entender el sentido de la represión: ¿por qué se reprime? Para dispersar protestas, para evitar el crecimiento de alguna variante de izquierda en un gremio o para amedrentar a algún dirigente disidente. En todos los casos, en todos, los beneficiarios de la represión son las empresas, el Estado y sus adictas direcciones sindicales. En todos los casos, en todos, los reprimidos son obreros (en cualquiera de sus formas), o sea gente que no tiene más que sus brazos. Y, en particular, los de izquierda. Es decir, hay una constante que nos explica la naturaleza del fenómeno.
Entonces, la represión no depende de la ideología del elenco gobernante, sino de la conflictividad social. Porque los progresistas y neoliberales defienden, ante y por sobre todo, a una clase social. La clase dominante. Por lo tanto, su “dureza” será proporcional a la cantidad de coerción necesaria para mantener todo en su lugar. Bajo el kirchnerismo, la represión estatal y paraestatal superó el promedio anual del menemismo. No porque Cristina sea más o menos “derechista” que Menem, sino sencillamente porque bajo el kirchnerismo la conflictividad social fue mayor. Para dar otros ejemplos, el democrático Yrigoyen asesinó más ciudadanos que el dictador Onganía y no fue la “década infame” sino el primer Perón quien, con 500 muertos a cuestas, inauguró las fosas comunes, mucho antes que Videla.