Horas antes del Día del Trabajador, se incendió en Flores un taller clandestino de confección de ropa. Murieron dos chicos de siete y diez años, pero no serán los últimos. ¿Por qué? Enterate en este informe acerca de cómo trabajan, enferman y mueren los trabajadores que nadie ve.
Por Fernanda Sández (@siwisi)
Ya casi 1° de Mayo, aquí en mi barrio (Floresta) no hay demasiado que festejar. Y no es que no haya trabajadores, qué va. En realidad esta zona, con su multitud de casonas enormes con muchos ambientes es un verdadero “paraíso” para los talleristas que alimentan sobre todo a los negocios de la avenida Avellaneda. Ergo, trabajadores es lo que sobra. Pero la celebración no abunda.
Pero, también, ¿quién quiere festejar nada cuando pasa entre 14 y 20 horas frente a una máquina de overlock, gana ochenta centavos por camiseta y su mundo (su colchón, su máquina, sus tazas, sus hijos) caben en la minúscula superficie que se le asignó en el taller? Un esténcil pintado un la calle Bogotá lo resume perfecto: “¿Caben tus sueños en el taller?”, dispara. Y no, no caben. Pero evidentemente la experiencia del taller clandestino es la norma para miles de trabajadores que se ganan la vida cosiendo pantalones, bolsos y buzos en algún rincón de la ciudad.
¿Cifras? Muy pocas, justamente porque admitir lo que está a la vista, lo que vecinos y autoridades saben (que los talleres existen, que en ellos se vive en condiciones de terror, que cada tanto un incendio viene a recordárnoslo) implica reconocer ya no la negligencia sino la complicidad estatal en todo lo que sucede.
“Vivimos en medio de lo que yo llamo la “Cultura Salada”, dice Gustavo Vera, referente de la Cooperativa La Alameda. “Hasta el Estado trabaja con proveedores que operan con talleres ilegales y cuando ha habido alguna propuesta para mejorar eso, se la bloqueó. ¿Por qué? Básicamente porque la ilegalidad es un negocio enorme. Y financia muchas campañas”, afirma.
Para la Cámara Argentina de la Mediana Empresa (CAME), existen en el país 4600 puestos informales de venta, y 80% de lo que se vende en ellos es ropa. ¿De dónde sale?¿Quién la fabrica? ¿Cómo es posible comprar a precios irrisoriamente bajos, sin sospechar que detrás de ese jean o de esa camisa hay una persona en situación de explotación? “Y lo peor de todo es que aún si las marcas pagaran lo que corresponde a sus trabajadores, sus ganancias de todos modos seguirían siendo enormes. Pero, por lo visto, nada les es suficiente”, apunta Vera.
Según explica Julia Egan –socióloga, becaria del CONICET y miembro del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales, CEICS- “no sólo no sabemos cuántos talleres ilegales hay, sino que la cifra de los legales y registrados también es dudosa. Sucede que hasta 2007 ése dato lo generaba el Ministerio de Trabajo a través del Registro de Trabajo a Domicilio. Pero desde esa fecha el proceso de descentralizó y hoy, por ejemplo, es la Ciudad la que lleva la cuenta”.
Y la cuenta no parece muy filedigna que digamos si tenemos en cuenta que, como explica Egan, “cuando le pedimos los detalles, dos veces y por escrito nos explicaron que en toda la ciudad, de 2007 a 2014 registraron sólo 196 talleres en los que trabajan 54 trabajadores”. Cabe aclarar que en este modestísimo número no sólo se contaría a los talleres que fabrican ropa sino a los de todos los otros rubros.
Según la Defensoría, en cambio, en todo el país los talleres rondarían los 12.000 y en la Ciudad de Buenos Aires funcionarían no menos de 3500. Vecinos y organizaciones de la sociedad civil podrían incluso expandir esos números, sólo teniendo en cuenta un módico cálculo a ojo: en una sola manzana en Floresta, los vecinos podemos identificar a ojo no menos media docena de talleres secretos. ¿Entonces?
Entonces, esto: hacinamiento, menores expuestos al maltrato y a horrorosas condiciones de vida , mayores realizando jornadas laborales que no terminan jamás. “Eso se debe a que en la industria de la confección en general se da esa clase de explotación, que se agrava en el caso de los talleres ilegales, donde se trabaja a destajo. Es decir: el trabajador cobra por lo que produce y para producir tanto como pueda, pone a trabajar a su mujer, a cada familiar y aún a sus hijos, por lo que se observa también trabajo infantil”, precisa Egan.
Tampoco hay que ir tan lejos para verlo, ni para escucharlo. Muchas docentes saben- porque sus alumnos se los dicen- que trabajan a la par de sus padres en el taller. Muchas vecinas de la ciudad lo sabemos porque nuestros hijos juegan al fútbol en la plaza con nenes que refieren lo mismo. “Hoy no tenía ni tarea ni costura”, me comentó hace poco Erlan, un nene regordete de nueve o diez años, feliz de haber podido ir a jugar a la tarde a la pelota en la Plaza de la Candelaria.
¿Entonces? ¿Cómo puede ser que las autoridades no sepan, no vean, no se ocupen, no actúen más que cuando ya la tragedia llamó a la puerta? “La complicidad es evidente”, comenta la investigadora. “Por eso también la inspecciones no existen y la justicia, menos. Un solo ejemplo: hace algún tiempo se constituyó una mega- causa contra ocho talleres, denunciados en 2005. Entre esa fecha y 2012, siguieron trabajando como si tal cosa. La causa se cerró en 2013 y de los 180 obreros involucrados, sólo en dos casos se pudo probar que había un delito”, apunta.
Casualidad o no, otra mega causa iniciada hace nueve años luego del incendio de un taller en el que murieron cinco menores y una embarazada también está paralizada. Están involucradas en ella 106 primeras marcas de ropa que – directa o indirectamente- trabajaban con talleres en los que – más que de trabajo- deberíamos hablar de esclavitud porque los derechos laborales eran algo de lo que nadie había escuchado hablar nunca.
Sin embargo, lo real es que ninguna de las víctimas estaba allí contra su voluntad, o retenida a la fuerza. Y eso tal vez sea lo peor: que se quedan en esos sitios infectos, opresivos e inseguros porque no tienen ningún otro lugar adonde ir. Porque así cobren tres mil pesos por mes trabajando toda la familia en jornadas imposibles, eso les parece mejor que quedarse en la calle, sin comida y tan lejos de casa. Así de simple. Así de perverso. Así de habitual.
Por eso, mientras despedimos a estos últimos dos nenes sin nombre, muertos mientras dormían en una casa- taller en llamas, tal vez deberíamos ir pensando en los otros. En los que vendrán. Miren sino la precariedad de los cables que alimentan las máquinas, la cantidad de tela acumulada en cada habitación, la cantidad de objetos inflamables acumulados por metro cuadrado. Pero, sobre todo, vean cómo nadie ve. Vean cuántos y tan aceitados vínculos (incluso lazos de familia) existen entre quien trabaja con los estos talleres infames y quienes están a cargo de controlarlos. Arde sin dudas la ciudad. Y tiene brasas para largo.