Eduardo Sartelli discute con J.P. Feinmann, Contraeditorial, 4/2/2010.
La falacia de considerar a la oposicion como “la derecha” y al gobierno como “la izquierda”, esconde la notable mediocridad de una clase politica a la que no se le cae una idea, ya no digamos “buena”, una aunque sea mediocre.
En la última edición de Contraeditorial se dedica un importante espacio a reproducir una columna de José Pablo Feinmnan sobre la última oleada de literatura anti-k, junto con las esperables respuestas de los ofendidos autores. Se suma un colaborador habitual, el diputado de la Coalición Cívica Fernando Iglesias. De verdad, la posición de Feinmann es indefendible y como ya la he criticado en las páginas de esta misma revista, me abstendré de repetirla. Sólo quiero agregar algunos datos, aprovechándome de mi condición de “académico”, es decir, como jefe de cátedra de Historia Argentina III, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA: Feinmann no es un “académico”. Ignoro si dicta clases en alguna universidad argentina, de lo que estoy seguro es que no es un filósofo académico profesional ni le conozco ningún libro propio de un especialista. Es, a lo sumo, un divulgador reciente (y, si he de juzgar por lo que se ve en Canal Encuentro, bastante pobre). Digo más: entre Sarlo, Altamirano y Halperín Donghi, cuyo trabajo académico, por razones profesionales, conozco muy bien, y periodistas que escriben libros de actualidad con algún grado de investigación razonable, como Majul o Verbitsky, me quedo con estos últimos. Ninguno de los “no-colegas” de Feinmann, merece el sacrosanto respeto que parece emanar de la condición de “académico”.
Dicho esto, no puede negarse que, en la verborragia desbocada de su artículo en Página/12, hay contenida una verdad: Macri es Posse. O el “Fino” Palacios. O los intereses sociales que medraron con la dictadura del ’76. Pero el problema no es Feinmann, defensor de un gobierno indefendible en retirada. El problema son los otros, los que se disputan las migajas de un festín en bancarrota.
Entre Guatemala y Guatepeor
La falacia de considerar a la oposición como “la derecha” y al gobierno como “la izquierda”, esconde la notable mediocridad de una clase política a la que no se le cae una idea, ya no digamos “buena”, una aunque sea mediocre. Fernando Iglesias es el exponente más intelectualizado de esta característica notable de la dirigencia de un país a la deriva. Para peor, falseando la historia real de un modo tal que uno no sabe si atribuirlo a la ignorancia o la candidez: Frondizi, Illia, Alfonsín, De la Rua, intentaron construir una Argentina “pluralista, justa y moderna” afirma el diputado. Repasemos un poco: Frondizi, el primer Borocotó, no sólo llegó al poder con un acuerdo espúreo con el máximo representante de todo lo que Iglesias dice criticar, sino que inició la privatización educativa negociando con la Iglesia, prohijó la penetración del capital extranjero, aporreó a los obreros duro y parejo (el Plan Conintes), y propuso “pasar el invierno” junto con su ministro Alsogaray. Illia, presidente fraudulento, llegó a la “primera magistratura” gracias a la proscripción de las grandes mayorías y llevó adelante un gobierno que, con generosidad, sólo puede caracterizarse como mediocre. Alfonsín es el mismo de las leyes de punto final y obediencia debida, el del plan Austral, el de la hiperinflación, el que dictó el estado de sitio contra los pobres muertos de hambre. ¿Es necesario hablar de De la Rua? Supongo que no.
Iglesias pretende que nos traguemos una píldora todavía más absurda. Francamente, considerar al liberalismo y a la socialdemocracia como las fuerzas “progresistas” y “cosmopolitas” de la “Modernidad”, no es sólo eludir mediante eufemismos el núcleo del problema que se esconde detrás de tanto palabrerío inútil, sino un llamado a renovar ilusiones en un fracaso histórico más grande que el del “socialismo real”. Por empezar, despejemos las brumas del idealismo más ramplón: liberalismo y socialdemocracia no son “fuerzas”, son ideologías. Ideologías burguesas que la clase capitalista adopta y abandona cuando le conviene. Como todas las ideologías (y en el fondo, liberalismo y socialdemocracia no son dos, sino una y la misma configuración ideológica) expresan mentiras verdaderas. El liberalismo (la socialdemocracia es simplemente el liberalismo en el movimiento obrero) brotó de la revolución burguesa como una enorme promesa que se sintetizó en un lema justamente famoso: libertad, igualdad, fraternidad. La burguesía destruyó el mundo feudal, donde la desigualdad, la sumisión y la guerra de todos contra todos era la norma. En su momento, constituyó un salto inmenso y progresivo en la historia de la humanidad. Pero como rápidamente lo entendieron los más lúcidos revolucionarios (como el francés Babeuf), la libertad se transformó en “libertad de comercio”, la igualdad en “igualdad ante la ley” y la fraternidad, bien, gracias. La causa es obvia: el liberalismo se basa en el mito de la formalidad. La libertad formal (no la real), la igualdad formal (no la real), la fraternidad, bien, gracias.
En el mundo real, en el capitalismo (la carnadura real de ese fantasma llamado “modernidad”), reina la división de la población en clases. En el mundo real, en el capitalismo, es libre el que tiene plata, todos somos iguales pero hay algunos que son más iguales que otros (los que tienen plata) y el que tiene plata se protege mejor de sus enemigos, que viene a ser el resto del mundo. Precisamente, porque el liberalismo es un gigantesco macanazo que ya ha dado muestras de sus incurables límites más de una vez a lo largo de más de doscientos años, la humanidad inventó algo llamado socialismo.
El problema para la sociedad argentina es que el partido al que pertenece el diputado Iglesias (cuya posibilidad de gobernar el país a partir del 2011 no puede descartarse) cree que con estas paparruchadas pueden resolverse los gravísimos males que aquejan a la Argentina. Encima con un candidato que representa todo lo contrario del liberalismo clásico, porque si hay algo que caracteriza a Carrió es la mística religiosa y el personalismo extremo. La que pretende formar una “república de iguales” sin modificar las bases sociales que consagran la desigualdad, defiende un programa económico que implica un ajuste brutal que va a producir exactamente lo contrario de lo que dice buscar. Iglesias tiene razón en mucho de lo que le achaca a Feinmann, sobre todo la medida en la cual Macri y Kirchner forman parte de una misma estructura. Ignora, sin embargo, que lo suyo no es mejor.
Libros que informan (pero no explican)
Como parte de la polémica, Majul y Zunino responden a Feinmann defendiendo su trabajo de investigación. También por razones profesionales, me he llevado por delante en más de una ocasión, textos como los que son objeto de la furia “filosófica” del filósofo K. Como bien señala Majul, hay que diferenciar aquellos que son el producto de una investigación más o menos seria, de los que son simples ejemplos de un ensayismo liviano, mediocre y cargado de prejuicios, como suele ocurrir con los libros de gente como Aguinis. Dentro de los primeros, los hay de todo tipo. Algunos más interesantes que otros, unos más informados, otros menos. Unos más cerca del chusmerío, otros más preocupados por cuestiones serias. Pero reflejan una necesidad real de sus lectores: acercarse a los entretelones del poder, que normalmente permanece oculto al gran público. Que este tipo de libros (y yo, como historiador, reconozco cierta envidia) tengan miles de interesados en transitar por sus páginas, demuestra la existencia de una saludable y genuina voluntad de conocimiento que no se debe despreciar.
La insatisfacción que dejan en todo lector atento, sin embargo, radica normalmente no en la falta de información, sino en otra dimensión, más importante: la ausencia de capacidad explicativa. Se describen situaciones, hechos, conexiones; se descubren escándalos, estafas, corruptelas; se exhiben intimidades, bajezas, curiosidades. Pero en general suelen carecer de explicaciones adecuadas a los fenómenos que se examinan. Fruto de periodistas sin formación “académica”, es decir, sin instrumentos teóricos adecuados para encarar análisis más profundos que la simple descripción cruda de los hechos, terminan apelando a las características psicológicas de los personajes o a proposiciones de orden metafísico del estilo “los argentinos somos así”. Dejan la impresión, casi siempre, de que si la “gente” fuera “buena”, las cosas se arreglarían fácilmente, algo así como el programa que supo exponer con claridad meridiana el “filósofo” Barrionuevo, programa que es, en última instancia, el mismo de Carrió: hay que dejar de robar por un par de años… Así, los graves problemas de la sociedad argentina se banalizan y todo se resuelve con un cambio de caretas que intenta renovar permanentemente las mismas ilusiones de siempre.
¿Qué nos pasa a los argentinos?
El affaire creado en torno al fondo del Bicentenario y la situación de Redrado ha puesto sobre la mesa la posibilidad de que suceda algo que escribí hace unos años en mi libro La plaza es nuestra, a saber, que este país estalla cada siete o diez años. Como explico allí, puede seguirse una secuencia que mete miedo: 1975, 1982, 1989, 2001, 20…? En los últimos cincuenta años han gobernado todas las tendencias ideológicas burguesas (nacionalistas, liberales, intervencionistas, desarrollistas), se ha ensayado con dólar alto, con dólar bajo, se ha dejado flotar la moneda, se la ha fijado, etc., etc. La tendencia a la pérdida de peso en la economía mundial y al empeoramiento de todas las variables sociales se mantiene constante en un país en el que cada vez se vive peor. Si tomáramos cualquier indicador social o económico del gobierno actual nos encontraríamos con la sorpresa de que no son mejores que los peores años del menemismo. El mismo resultado obtendríamos si repitiéramos el mismo ejercicio hacia atrás, lo que no significa nada sorprendente, puesto que la Argentina se encuentra metida en problemas de carácter estructural, que atañen a su propia naturaleza como sociedad capitalista.
Por eso, el problema no consiste en los excesos retóricos de Feinmann, ni en las medias verdades que puedan oponérsele. El problema más grave consiste en la incapacidad de los intelectuales de una clase decadente, para superar las taras que ella misma porta como sujeto agotado de una historia que requiere de una comprensión más amplia y de otro punto de vista